Hoy hasta la luna es falsa
La luz de la luna entra por la ventana, deslumbrándome. Me vuelvo para evitar el resplandor. Cierro los ojos y pienso. La luna no puede ser. Este leve pensamiento me desvela. Me levanto y me asomo a la ventana. Una farola del tamaño de un zeppelín luce con intensidad abajo en la acera. La calle está desierta. Solo algún coche que otro rompe el silencio. Corro las cortinas con furia. Maldito ayuntamiento, solo es eficaz cuando me jode a mí. Voy al cuarto de baño y al pasar por delante del espejo me miro. No me gusta lo que veo. Todo el pelo está despeinado y húmedo. Es extraño por que no hace calor. La barba me pica horriblemente. Las ojeras son de un púrpura profundo e infladas, hinchadas. Mis ojos están vidriosos. La luz fluorescente del tubo del baño no me ayuda demasiado. Voy a tenderme en la cama de nuevo. A ver si así recupero el sueño perdido. Pasa el tiempo y nada. Le doy vueltas a la cabeza. Me acuerdo de mil cosas. Yo era pequeño y ella también. Eran tiempos, si no más felices, mejores. Pongo la radio para intentar borrar el último recuerdo. Noticias sordas en un mundo sin conciencia. Me amarga aún más la noche. El insomnio me provoca nauseas y diarrea. Al ponerme nervioso no tengo mariposas en el estomago, tengo pterodáctilos como casas. Un dolor punzante hace que la sien palpite al ritmo de mis sones cardiacos. Cambio de emisora. Busco música que me agrade sin conseguir demasiado mi objetivo. Me quedo con una opera en alemán que me dan ganas de invadir el piso de al lado, espacio vital. Soy modesto. Yo no quiero tener Europa a mis pies, me conformo con un sucio pasillo con dos habitaciones y una cocina sucia como un vertedero. El que vivía allí se mudó hace tiempo. Le intente comprar el piso y me dijo que me fuese a la mierda. Solo por que una vez organizó una fiesta y llamé a la policía. No sabía que tenía contratadas a unas furcias y que el piso estaba lleno de cocainómanos de ojos idos y podridos de dinero. Se organizó un pequeño follón. Agua pasada. Pero los putos yuppies me mandaron a un matón para que me diese una paliza. Menos mal que contrataron a un antiguo compañero de colegio y todo quedó en palabras malsonantes y un abrazo cariñoso. Me rompió siete costillas. Después me visitó al hospital y todo. Me dijo que era su obligación como matón y que si yo hubiese sido otro me habrían tenido que separar del techo con una espátula. Me trajo frutas confitadas y una novela de Danielle Stelle. El pobre, que era un poco corto, lo hizo con toda su buena intención. Le di las gracias y se fue. Di las frutas confitadas al viejo de la cama de al lado e hice un favor a la literatura reciclando el libro.
El grifo gotea sin parar: poc, poc, poc... Por un momento creo que me están taladrando el cerebro con un cincel y un martillo. Poc, poc, poc, Subo el volumen de la radio. Muevo el dial sin ton ni son y lo dejo en la primera que suena con cierta calidad de sonido. Es un programa de esos que la gente llama y cuenta sus estúpidos problemas a una especie de consejera que da soluciones aún más estúpidas. Mi marido quiere que practiquemos sexo anal pero a mi me da cosa y la tipa le responde con una voz suavona e irritante que tenga comprensión hacia su marido pero que si no le apetece que le diga que no. Y lo siguiente que hará el marido es irse de putas, señora, le contestaría yo. Y por que llama a la radio para contarlo. Ahora habla un taxista que despotrica de los inmigrantes, que se montan en su taxi y lo dejan con mal olor y peladuras de naranjas. Esto supera mis fuerzas y apago el cacharro de un puñetazo. Me vuelvo a asomar a la ventana. Un hombre anda despreocupado por mitad de la calzada. Ya no pasan ni coches. Intuyo pos sus zigzagueos que va borracho del todo. Se para en un árbol y se pone a mear. Me río para mis adentros. A lo mejor el ebrio meón callejero es hasta feliz. El tío más feliz del mundo. Luego vomita y ya no lo envidio tanto. Desaparece por la esquina de la bocacalle más cercana y todo vuelve a la calma. El reloj avanza inexorablemente y el alba ya mismo hará acto de presencia. Yo, sentado en la cama, desquiciado, vuelvo a mi fatídica costumbre de analizar todo. A lo mejor hice todo mal en mi pasado. Quizás no debí dejarla esa tarde de otoño, en el que hacía uno de los día más bonitos que recuerdo, sola en aquel parque. Los árboles aún conservaban muchas de sus hoja amarillas y marrones, que se iban desprendiendo con cada ráfaga de viento. El cielo encapotado presagiaba lluvia. Cuando la primera gota cayó aquella tarde oí su última palabra, que hoy ya he olvidado. Pero recuerdo sus ojos color ámbar llenos de lágrimas y su pelo rubio oscuro mecido violentamente por el aire. Y su expresión de desolación más absoluta y yo yéndome para no volver más. Intento pensar en otra cosa. Me muevo, camino por mi habitación. Voy a coger un cigarrillo pero caigo en que deje de fumar la semana pasada. Avanzo nervioso por el pasillo con destino la cocina. Abro la nevera. Está tan atiborrada de cosas ayer hice la compra- y por no pensar en lo que elegir me quedo sin coger nada. Solo me apetece dormir. Pero no lo consigo. Solo me llevo en el cuerpo un humilde y sencillo vaso de agua. Aprovecho para cortar la gota que provocaba mi dolor de cabeza. Aprieto el grifo con una fuerza sobrehumana. La fuerza que da la rabia de no poder dormir. Al día siguiente tendré un impedimento más para lavar los platos de la cena. Los ronquidos de alguien se escuchan por el patio de luces. La cuerdas de los tendederos de estos lugares son testigos de más peleas, polvos y gritos que ningún otro objeto en el mundo. Vuelvo al lecho derrotado. Pruebo la táctica de quedarse quieto, lo más inmóvil posible, con los ojos cerrados. Es una situación que desborda la imaginación de las personas propensas a pensar mucho. Miles de imágenes pasan por tus ojos, cubiertos por unos hinchados párpados, que parecen de cemento. Todo es tan frenético que abres los ojos como única salida. El techo, con su mancha de humedad, sigue allí, iluminado por las lunas ficticias, cuya luz se cuela por las rendijas de las cortina, formando figuras que parecen letras japonesas. O palitroques entrelazados. La ciudad se va despertando progresivamente. Y es ahora cuando tu tan ansiado sueño llega.
Fermín Tomás de Urrutia Suárez
Relatos de lo asumido
Segovia 1998
El grifo gotea sin parar: poc, poc, poc... Por un momento creo que me están taladrando el cerebro con un cincel y un martillo. Poc, poc, poc, Subo el volumen de la radio. Muevo el dial sin ton ni son y lo dejo en la primera que suena con cierta calidad de sonido. Es un programa de esos que la gente llama y cuenta sus estúpidos problemas a una especie de consejera que da soluciones aún más estúpidas. Mi marido quiere que practiquemos sexo anal pero a mi me da cosa y la tipa le responde con una voz suavona e irritante que tenga comprensión hacia su marido pero que si no le apetece que le diga que no. Y lo siguiente que hará el marido es irse de putas, señora, le contestaría yo. Y por que llama a la radio para contarlo. Ahora habla un taxista que despotrica de los inmigrantes, que se montan en su taxi y lo dejan con mal olor y peladuras de naranjas. Esto supera mis fuerzas y apago el cacharro de un puñetazo. Me vuelvo a asomar a la ventana. Un hombre anda despreocupado por mitad de la calzada. Ya no pasan ni coches. Intuyo pos sus zigzagueos que va borracho del todo. Se para en un árbol y se pone a mear. Me río para mis adentros. A lo mejor el ebrio meón callejero es hasta feliz. El tío más feliz del mundo. Luego vomita y ya no lo envidio tanto. Desaparece por la esquina de la bocacalle más cercana y todo vuelve a la calma. El reloj avanza inexorablemente y el alba ya mismo hará acto de presencia. Yo, sentado en la cama, desquiciado, vuelvo a mi fatídica costumbre de analizar todo. A lo mejor hice todo mal en mi pasado. Quizás no debí dejarla esa tarde de otoño, en el que hacía uno de los día más bonitos que recuerdo, sola en aquel parque. Los árboles aún conservaban muchas de sus hoja amarillas y marrones, que se iban desprendiendo con cada ráfaga de viento. El cielo encapotado presagiaba lluvia. Cuando la primera gota cayó aquella tarde oí su última palabra, que hoy ya he olvidado. Pero recuerdo sus ojos color ámbar llenos de lágrimas y su pelo rubio oscuro mecido violentamente por el aire. Y su expresión de desolación más absoluta y yo yéndome para no volver más. Intento pensar en otra cosa. Me muevo, camino por mi habitación. Voy a coger un cigarrillo pero caigo en que deje de fumar la semana pasada. Avanzo nervioso por el pasillo con destino la cocina. Abro la nevera. Está tan atiborrada de cosas ayer hice la compra- y por no pensar en lo que elegir me quedo sin coger nada. Solo me apetece dormir. Pero no lo consigo. Solo me llevo en el cuerpo un humilde y sencillo vaso de agua. Aprovecho para cortar la gota que provocaba mi dolor de cabeza. Aprieto el grifo con una fuerza sobrehumana. La fuerza que da la rabia de no poder dormir. Al día siguiente tendré un impedimento más para lavar los platos de la cena. Los ronquidos de alguien se escuchan por el patio de luces. La cuerdas de los tendederos de estos lugares son testigos de más peleas, polvos y gritos que ningún otro objeto en el mundo. Vuelvo al lecho derrotado. Pruebo la táctica de quedarse quieto, lo más inmóvil posible, con los ojos cerrados. Es una situación que desborda la imaginación de las personas propensas a pensar mucho. Miles de imágenes pasan por tus ojos, cubiertos por unos hinchados párpados, que parecen de cemento. Todo es tan frenético que abres los ojos como única salida. El techo, con su mancha de humedad, sigue allí, iluminado por las lunas ficticias, cuya luz se cuela por las rendijas de las cortina, formando figuras que parecen letras japonesas. O palitroques entrelazados. La ciudad se va despertando progresivamente. Y es ahora cuando tu tan ansiado sueño llega.
Fermín Tomás de Urrutia Suárez
Relatos de lo asumido
Segovia 1998
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