Delirio (Novela por capítulos)
Ningún signo de mejoría se dio en Raquel durante aquellos días. Como un animal se arrastraba buscando cualquiera sabe que cosa. Pasaba las tardes tranquila, mirando a través de las ventanas, viendo pasar las estaciones. La idea de que el sol desapareciese del cielo le provocaba tal sensación de desasosiego, que no pocas veces estampaba su cuerpo contra la pared y los muebles. Lo increíble es que parecía que lo descubriese cada día, ya que tenía ataques de ira y ansiedad, todos y cada uno de los ocasos que compartí con ella. Lograba convencerse durante las horas de luz que ya siempre sería de día, para descubrir, de nuevo, que no era así. Las noches eran horribles. Con todas las velas y candiles de la casa encendidas en su pequeño cuartucho, yo la velaba, cuidando de que no prendiera fuego como ya había ocurrido en otras ocasiones; mientras ella, paralizada por el miedo, temblaba y gritaba en un eterno delirio nocturno.
Los topos emergían de la tierra para cavar en sus mofletes. Eran bichitos sanguinolentos y apestosos, que llevaban gafas de culo de vaso y cascos amarillos con una lámpara de carburo. Con pequeños picos horadaban la carne. Buscaban sus dientes de oro. Otras veces culebras se metían en su interior a través de sus lacrimales, provocándole un picor indescriptible, le recorrían las tripas y salían por su culo o su vagina. El hombre sin dientes le hablaba al oído. Le relataba cuentos, que algunas veces yo transcribía, pues iba repitiendo palabra por palabra lo que este señor le contaba. Era un buen muchacho, solía decir, pero tiene una pena muy grande por que los topos ya se llevaron sus dientes.
Yo, por el amor que una vez le procesé, me quedaba en esa habitación, que entre los gritos, las luces amarillentas proyectando lúgubres formas en la pared y el olor a saín se parecía cada vez más al infierno.
Las mañanas dormía plácidamente, agotada por los fantasmas de su mente. Yo la observaba y aún conservaba vestigios de la pálida belleza que me cautivó años atrás. Algunas tardes incluso me hablaba, como si no hubiesen pasado los años y se interesaba por viejas amistades, por caducas inquietudes. Y llamaba a Oliver. En esos momentos mi faz se ensombrecía de tal modo, que me preguntaba si me encontraba bien, para volver segundos más tarde a su habitual arrobamiento.
Fin del capítulo primero
Dibujo: Edvard Munch
Los topos emergían de la tierra para cavar en sus mofletes. Eran bichitos sanguinolentos y apestosos, que llevaban gafas de culo de vaso y cascos amarillos con una lámpara de carburo. Con pequeños picos horadaban la carne. Buscaban sus dientes de oro. Otras veces culebras se metían en su interior a través de sus lacrimales, provocándole un picor indescriptible, le recorrían las tripas y salían por su culo o su vagina. El hombre sin dientes le hablaba al oído. Le relataba cuentos, que algunas veces yo transcribía, pues iba repitiendo palabra por palabra lo que este señor le contaba. Era un buen muchacho, solía decir, pero tiene una pena muy grande por que los topos ya se llevaron sus dientes.
Yo, por el amor que una vez le procesé, me quedaba en esa habitación, que entre los gritos, las luces amarillentas proyectando lúgubres formas en la pared y el olor a saín se parecía cada vez más al infierno.
Las mañanas dormía plácidamente, agotada por los fantasmas de su mente. Yo la observaba y aún conservaba vestigios de la pálida belleza que me cautivó años atrás. Algunas tardes incluso me hablaba, como si no hubiesen pasado los años y se interesaba por viejas amistades, por caducas inquietudes. Y llamaba a Oliver. En esos momentos mi faz se ensombrecía de tal modo, que me preguntaba si me encontraba bien, para volver segundos más tarde a su habitual arrobamiento.
Fin del capítulo primero
Dibujo: Edvard Munch
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