Oskar Matzerath y los polvos pica-pica
Oscar hace constar que fue María la que, después de una pausa opresiva, tomó la bolsita. Y no sólo esto, sino que arrancó una tirita de papel exactamente allí donde decía: Rómpase aquí. Luego me tendió la bolsita abierta. Esta vez fue Oscar el que rehusó, dando las gracias. María logró ofenderse. En forma decidida dejó la bolsita abierta sobre el albornoz. ¿Qué podría yo hacer más que tomarla y ofrecérsela a María, antes de que llegara a entrarle arena?
Oscar hace constar que fue María la que metió por la apertura de la bolsita y luego lo sacó, manteniéndolo vertical y a la vista: en la yema del dedo veíase algo blancoazulado el polvo efervescente. Ella me ofreció el dedo. Naturalmente, lo acepté. Y aunque se me subió a la nariz, mi cara logró reflejar deleite. Fue María quien formó un hueco con su mano. Y Oscar no tuvo más remedio que verter algo de polvo en la cuenca sonrosada. Ella no sabía qué hacer con el montoncito. El montículo en su palma le resultaba demasiado nuevo y sorprendente. Entonces me incliné, reuní toda mi saliva, la depuse sobre el polvo efervescente, volví a hacerlo y no me incorporé hasta que ya no me quedaba más saliva.
Sobre la mano de María empezó a sisear y a formarse espuma. Y de repente, el Waldmeister se convirtió en volcán. Aquello empezó a hervir, como la furia verde de no sé qué pueblo. Aquí ocurría algo que María no había visto nunca aún, sin duda, ni había sentido nunca, porque su mano se estremecía, temblaba y quería huir, ya que Waldmeister la mordía, Waldmeister le atravesaba la piel, Waldmeister la excitaba y le daba una sensación, una sensación, una sensación...
Conforme el verde aumentaba, María se iba poniendo colorada, se llevó la mano a la boca, se lamió la palma con la lengua muy afuera, lo que repitió varias veces y en forma tan desesperada, que ya Oscar creía que la lengua no lograba eliminar aquella sensación de Waldmeister, sino que, por el contrario, la aumentaba hasta el punto y aún más allá del punto que normalmente le está fijado a una sensación.
El tambor de Hojalata de Günter Grass
Oscar hace constar que fue María la que metió por la apertura de la bolsita y luego lo sacó, manteniéndolo vertical y a la vista: en la yema del dedo veíase algo blancoazulado el polvo efervescente. Ella me ofreció el dedo. Naturalmente, lo acepté. Y aunque se me subió a la nariz, mi cara logró reflejar deleite. Fue María quien formó un hueco con su mano. Y Oscar no tuvo más remedio que verter algo de polvo en la cuenca sonrosada. Ella no sabía qué hacer con el montoncito. El montículo en su palma le resultaba demasiado nuevo y sorprendente. Entonces me incliné, reuní toda mi saliva, la depuse sobre el polvo efervescente, volví a hacerlo y no me incorporé hasta que ya no me quedaba más saliva.
Sobre la mano de María empezó a sisear y a formarse espuma. Y de repente, el Waldmeister se convirtió en volcán. Aquello empezó a hervir, como la furia verde de no sé qué pueblo. Aquí ocurría algo que María no había visto nunca aún, sin duda, ni había sentido nunca, porque su mano se estremecía, temblaba y quería huir, ya que Waldmeister la mordía, Waldmeister le atravesaba la piel, Waldmeister la excitaba y le daba una sensación, una sensación, una sensación...
Conforme el verde aumentaba, María se iba poniendo colorada, se llevó la mano a la boca, se lamió la palma con la lengua muy afuera, lo que repitió varias veces y en forma tan desesperada, que ya Oscar creía que la lengua no lograba eliminar aquella sensación de Waldmeister, sino que, por el contrario, la aumentaba hasta el punto y aún más allá del punto que normalmente le está fijado a una sensación.
El tambor de Hojalata de Günter Grass
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